Pocas veces, el hombre se ve sometido a un terror indescriptible, un miedo advenedizo e incontrolable. Cuando este tipo de miedos se hacen realidad, sale a relucir nuestra parte más primitiva y animal, nuestros instintos se agudizan y nuestra intuición y reflejos se duplican dramáticamente. La adrenalina nos embriaga y el más feroz de los mecanismos de autodefensa se activa.
Desde hace días, un dolor agudo y penetrante me estuvo esclavizando a los desinflamantes, el hielo y uno que otro remedio casero. Después de haber mascado un centenar de clavos de olor y de haberme gastado un mini fortuna en calmantes, el infame dolor de muela del que he sido víctima comenzaba a taladrarme la cabeza.
Existe un dicho populoso que reza: "Es un dolor de muelas" y que hace referencia a alguna molestia constante y de alguna manera, severa. El que realmente es víctima de un dolor de muela (como el que tuve) se da cuenta de que ese puto dicho no es nada comparado a la real magnitud de un ataque dental. Solo se me ocurre una palabra que describe la situación y que quizá, ahora que lo pienso bien, queda chica: IN-SO-POR-TA-BLE.
Volviendo al terror del que hablaba en el inicio de éstas líneas, yo y los dentistas nunca nos hemos llevado bien. Quizá lo que más me aterra de un consultorio dental, aparte de esa luz incriminadora que te alumbra en la cara, como si fueras un delincuente; es ese amenazador taladrito que no solo te provoca dolor, sino también locura. ¿A quién en su sano juicio le puede agradar el sonido del taladrito de un dentista?
Estaba resignado. La poca gente que sabía de mi cita con el destino (así lo denominé en el Face) me decía: "¿Qué prefieres, un ratito de dolor o que la muela te siga molestando durante un buen tiempo?". La imagen del dentista sudando, con su camisa arremangada y un tremendo alicate se dibujaba en mi mente y me hacía temblar de miedo. Mi corazón (como pocas veces en la vida) me temblaba a mil por hora. La música pectoral que emitía era digna de un concierto macabro e inevitable. Estaba resignado a sufrir.
Es gracioso. Todo pasó tan rápido que hasta es risible. El dentista me miró un buen rato y luego cerré los ojos. No quería ver nada. Temía lo peor y lo único que hizo luego de una limpieza profunda y una curación provisional, fue mirarme a los ojos y decirme, impasible: "Venga el próximo martes".
Supongo (y espero) que ya haya pasado lo peor. Sin dudas, regresaré el martes para que me termine de curar y poder disfrutar de mis comidas, mis sonrisas y mi recuperada muela. Ésta vez me libre del dolor, del taladrito maldito y por ahora, el dentista y yo, vivimos una tregua. El no me causa dolor, yo no tengo ganas de matarlo.
Es más, hasta estoy agradecido.