lunes, 10 de mayo de 2010

Viejas historias I

A Mónica la conoci hace años. Yo aún vivía aquella época colegial, rodeado de mis promos, mis libros y mi guitarra.

Yo estudiaba en un pequeño colegio particular. Mucha gente lo conocí e incluso, por esos años, aún conservaba una buena fama. Mi mamá me cambió porque mi ¿linda? hermana pequeña (por ese entonces) comenzaba ese mismo año a ir al nido. Podía imaginármela enfundada en su mandilito de tela blanca y su pintorezca corbatita de lazo. Un color por año. Recuerdo muy bien que se comenzaba con la corbata azul y se terminaba con la corbata roja.

Odié por muchos días a mi hermana. Me causaba mucha pena irme del colegio en el que estaba, ahora uno de los mejores colegios del distrito en el que vivo. Para variar, ya estaba enamorado de una niñita de mi clase (tú sabes muy bien que era así). Hace unos meses la volví a encontrar y creo que ahora tenemos una sólida amistad cibernética, incluso podría decir que tenemos algo de la vieja química que nos llevó a gustarnos en primaria.

Intentaré no desviarme más del tema.

Cuando llegué a mi nuevo colegio, todos me miraban como a un bicho raro. Me sentía perdido, desconfiado y solo; muy solo. La realidad a la que llegué no era nada comparada a la realidad de la que provenía. No habían televisores en los salones, no habían pizarras acrílicas ni tampoco carpetas individuales. Hasta ese momento, me sentía ajeno pero cuando observé que los niños (mis futuros grandes amigos) jugaban con pelotas hechas de innumerables exámenes jalados y abundante cinta adhesiva- "para que no se desarme pe"- creí llegar a un mundo distinto en el cual, yo estaba como un turista. Nunca le dije a mi mamá que me sentí un pavo. Estaba acostumbrado a otro tipo de gente, a otro tipo de trato.

Recuerdo que atrás habían unos chicos que les gustaba joder. Al toque buscaban un defecto y lo hacían el tema del día (y eso que estábamos solo en quinto grado). A mí, contrario a lo que pensaba, en vez de joderme con un defecto; me empezaron a joder con lo que yo consideraba una virtud por aquellas épocas: ser tranquilo y no meterme con nadie.

Para mi grata sorpresa y para afianzar mi apoyo moral que estaba por los suelos, me enteré que algunos de mis antiguos compañeros de cole también habían ido a parar, como yo, en este nuevo mundo.

Los años fueron pasando, la gente fue creciendo y yo, como buen animal superviviente, me fui mezclando con el resto, mimetizándome más y más hasta que logré encajar y ser uno más. Muchas veces me he sentido agradecido con mi mamá por haberme cambiado de cole y por haberme permitido (indirectamente) crecer y despertar de aquel sueño que significaba pertenecer, por unos cortos años, a la "high society" de mi distrito.

Llegó la secundaria y con ella, el arribo y la salida de harta gente. A todos los que se iban, los despedíamos a lo que posteriormente bautizaríamos como "vinchas": un bueeeeeen apanado, con patada, puñete, pollo y todo.

A los nuevos, los mirábamos de reojo, los escuchábamos, los íbamos "tasando" poco a poco y según el veredicto general del salón, se le ubicaba en un subgrupo. Teníamos a los intelectualones, a los jodidos (yo estaba en el medio de los dos), a los malcriadazos, a los vagos pero buenos, a los malos pero inteligentes, a las chismosas, a las ilusas, a las agrandadas y a las que estaban fuera de nuestras ligas. Éramos un grupo chico, así que casi siempre, uno pertenecía a dos o más clasificaciones. En realidad todo esto siempre me pareció estúpido, pero valía la pena pertenecer, siempre tenía sus pro.

Por ese entonces, y yo y tres patas más nos dedicábamos a gilear flaquitas. Las cautivábamos a través de nuestras inmortales tocadas acústicas en el patio del cole, o nuestra manera dicharachera, burlesca y jocosa de comportarnos. No había nadie en el cole que no nos conociera. Teníamos simpatizantes y detractores, como todo en este mundo.

(continúa...)

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